Al loco de ArlésTu Silla, y tus Zapatos, Van Gogh,
me comunican laceria y abandono.
El derroche de amarillo en tus cuadros me seduce,
y me lleva a recorrer contigo las estrechas calles de Arlés.
Cómo deploro ese encuentro tuyo con Gauguin.
Y ese arrebato que te llevó a mutilarte un lóbulo
—que no una oreja—
me consterna.
¡Pobre Vincent cubriendo con su soledad
las paredes desnudas de un burdel!
Me aventuro a creer que compartiste con Gauguin la misma puta.
Aquella tal Rachel, que aceptó horrorizada como un regalo tu lóbulo,
envuelto en un pañuelo.
Y que pegaste un grito
cuando el amigo desleal se quiso largar a Tahití,
a pintar nativas robustas y tetudas.
¡Así es la vida, amigo! ¡Así es la vida!
Pero,
quién te iba a decir entonces,
que poco más de un siglo después,
un grupo de chicos españoles posmodernos
revivieran el mítico incidente
nombrándose a sí mismos para tu gloria:
“La Oreja de Van Gogh”.
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