"El coro mágico" La cultura rusa de Tolstoi a Solzhenitsyn:
Un repaso por la difícil relación del intelectual ruso con el poder
En
un ensayo ameno, documentado y lleno de anécdotas sorprendentes, el
periodista ruso Solomon Volkov expone las conflictivas relaciones de los
intelectuales con el gobierno durante el siglo XX, desde el zarismo a
la era soviética.
Pedro Pablo Guerrero
Excomulgado
en 1901 por el Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa rusa -dependiente
del emperador-, Tolstoi envió una carta a Nicolás II un año más tarde:
"La autocracia es una forma de gobierno obsoleta". Como el zar ni
siquiera se dio el trabajo de responderle, el autor de La guerra y la paz
lo trató de "patético, débil y estúpido". Por mucho menos, otro
escritor que no fuera Tolstoi hubiera terminado en Siberia. El editor de
un diario escribió: "Tenemos dos zares. ¿Cuál es más fuerte?". La
pregunta rondaría a lo largo de todo el siglo XX. Un "gallito"
permanente entre el poder y el artista, incluso en situaciones de
colaboración, algo que llegó a ser común durante la era soviética,
alcanzando momentos de una franqueza brutal.
"Te
sugiero que entierres todos los teatros. El comisario de Educación del
Pueblo no debería estar ocupándose del teatro, sino enseñando
gramática", reprendió un exasperado Lenin a Anatoli Lunacharski, quien
se empecinaba en mantener abierto el Bolshoi, contra la opinión del
líder revolucionario, para quien la ópera y el ballet eran "ejemplos de
cultura puramente burguesa". El mensaje de Lenin a Lunacharski llegó un
día después de la ejecución del poeta Nikolái Gumilev. Inspirado en el
ejemplo de Tolstoi, aunque sin tener igual de seguras las espaldas,
Gumiliov se ufanaba en público: "Los bolcheviques no se atreverán a
tocarme".
En El coro mágico
-expresión acuñada por Anna Ajmátova- el historiador y periodista
Solomon Volkov reúne a los mayores exponentes de la cultura rusa,
centrándose en los escritores Lev Tolstoi, Maksim Gorki y Alexandr
Solzhenitsyn. Los tres habrían desarrollado, a su manera, una idea que
Solzhenitsyn expresa en su obra autobiográfica El primer círculo :
"en Rusia, un gran escritor es como un segundo gobierno". El ensayo de
Volkov no sólo ofrece un panorama documentado y ameno de la
intelligentsia -concepto específicamente ruso, según el autor- en sus
relaciones con los gobernantes, desde comienzos del siglo XX hasta los
años de la perestroika. El coro mágico también desmiente
arraigadas idealizaciones de sus protagonistas y más de un prejuicio
acerca de los omnipotentes líderes a los que desafiaron.
¿Creería
alguien, por ejemplo, que Stalin era un apasionado del cine, de la
música clásica, el ballet y, sobre todo, de la ópera rusa (Glinka,
Borodin, Mussorgsky, Chaikovski y Rimsky-Korsakov)? ¿Cómo se puede
entender que consumiera más alta cultura que el propio Lenin y que éste,
en cambio, confesara: "Soy incapaz de considerar las obras del
expresionismo, el cubismo, el futurismo y cualquier otro ismo como la
mayor manifestación del genio artístico"? ¿Quién podría imaginar hoy el
entusiasmo con el que el dictador soviético leía literatura, asistía al
teatro y publicaba críticas anónimas en la prensa oficial? ¿Por qué
condenó a muerte a más de 600 escritores y, en cambio, perdonó la vida
de un puñado -Ajmátova, Platónov, Tsvetáieva, Pasternak, Shólojov- que
desafió los dogmas del realismo socialista y la historia oficial?
Ni siquiera el exhaustivo autor de El coro mágico
puede resolver totalmente estos enigmas, pero entrega una imagen de
Stalin que destaca por su habilidad para captar el favor de artistas de
talento y aplicar a los intelectuales más díscolos la estrategia del
palo y la zanahoria mientras le resultaban útiles.
La maldición del Nobel
Volkov
recuerda los casos de tres intelectuales prominentes acusados por la
inteligencia soviética de integrar un grupo trotskista y de participar,
como agentes de gobiernos extranjeros, en una "organización terrorista
conspirativa". Se trataba del escritor Isak Bábel, el director teatral
Vsevolod Meyerhold y el periodista Mijail Koltsov. Todos fueron
arrestados a finales de 1938 y principios de 1939, y ejecutados en 1940
después de ser obligados a denunciar, bajo tortura, a otros miembros de
la intelligentsia rusa.
Pero
en el implacable libro de Volkov ni siquiera estas muertes, dignas de
compasión, convierten automáticamente a los intelectuales en mártires
del régimen. El autor se refiere a Bábel, el excelente cuentista de Caballería roja
, como "un tipo con un pasado lleno de sombras", que trabajó en su
juventud para la Cheka (policía secreta) y, a diferencia de Shólojov,
guardó silencio durante el cruel proceso de colectivización agraria.
Koltsov, por su parte, fue el periodista favorito de Stalin, hasta que,
tras la muerte de Gorki, cayó en desgracia por su amistad con Malraux.
Oportunista, Meyerhold, militante bolchevique desde 1918, se arrimó a la
sombra de escritores notables -Chéjov, Blok, Mayakovski- que nunca
llegaron a confiar por completo en él.
Un caso patético fue el de Boris Pasternak, que trabajó diez años en su libro más querido: Doctor Zhivago
. Volkov destaca los puntos de contacto con Tolstoi, partiendo por su
filosofía cristiana. El padre de Pasternak había ilustrado la novela Resurrección
. Pasternak incluso llegó a inventar que había visto a Tolstoi cuando
tenía cuatro años. En todo caso, superó al maestro en temeridad: se
atrevió a mandar los originales de su novela al extranjero, donde fue
publicada. El escándalo estalló cuando recibió el Premio Nobel en 1958.
Pasternak -anota Volkov- fue expulsado del Sindicato de Escritores, como
Tolstoi había sido expulsado de la iglesia ortodoxa. Jruschov, que no
leyó la novela, sino un resumen de unas cuantas páginas, inició una
campaña feroz contra su autor: denuncias en los diarios, como en los
viejos tiempos; cartas airadas de "trabajadores soviéticos anónimos";
condenas de escritores rusos, algunos de ellos talentosos, y una
diatriba ante 14 mil personas del líder de las Juventudes Comunistas,
con insultos dictados por el propio Jruschov.
El
mundo quedó atónito cuando Pravda publicó dos cartas de arrepentimiento
del novelista, una de ellas dirigida a Jruschov en la que anunciaba su
"negativa voluntaria" a recibir el Nobel. La historia se repitió en
1970, año en que la Academia Sueca otorgó el Nobel a Alexandr
Solzhenitsyn. El disidente ruso tampoco pudo viajar a recibirlo.
Pero
cuando en 1987 ganó el premio Joseph Brodsky -exiliado en Estados
Unidos-, el gobierno de Gorbachov permitió a una revista publicar varios
de sus poemas. Los tiempos habían cambiado. La perestroika hizo posible
la edición, por primera vez en Rusia, de libros como Vida y destino , de Vasili Grossman; Réquiem , de Ajmátova, y Corazón de perro
, de Bulgákov. Desde los archivos de la KGB, salieron a la luz pruebas
irrefutales de crímenes contra la intelectualidad, expuestas por el
investigador Vitali Shentalinski en su trilogía Esclavos de la libertad , Denuncia contra Sócrates y Crimen sin castigo (Galaxia Gutenberg). Gracias a esta apertura documental, se han escrito libros tan importantes como el ensayo El baile de Natacha: Una historia cultural rusa (2002; Edhasa, 2006), de Orlando Figes, y la novela Europa Central (2005), del norteamericano William T. Vollmann.
Pero
no todo es tan positivo. Volkov describe al final de su ensayo la cara
menos amable de la cultura rusa: las encuestas de opinión revelan
durante los últimos años un rápido descenso en la influencia de los
intelectuales sobre la sociedad. Esta crisis de la élite fue advertida
por Solzhenitsyn ("el único escritor cuyo nombre surgía todavía como
barómetro moral y líder cultural"). Muerto en 2008, los escritores hoy
aparecen desplazados como referentes. Toman su lugar, dice Volkov,
cineastas como Nikita Mijalkov, Alexei Guerman y, sobre todo, Alexandr
Sokurov. Su película "El arca rusa" (2002) muestra el país, igual que a
principios del siglo XX, en una encrucijada.
"Navegaremos
para siempre, viviremos para siempre", son las últimas palabras de la
cinta. Expresan, tal vez, el deseo de perduración de una intelligentsia
que ha convivido siempre con la autocracia. Desaparecida o debilitada
esta última, escritores y artistas podrían correr la misma suerte. Si
quieren sobrevivir, deben optar entre un nuevo poder omnímodo, por
difuso que sea, o la erradicación de cualquier forma de totalitarismo.
Stalin como crítico musical de Shostakovich
Uno
de los mejores ejemplos del doble vínculo entre el dictador y los
artistas es la relación que mantuvo con el músico Dmitri Shostakovich,
tema sobre el que Volkov escribió un libro entero: Shostakovich and Stalin: The Extraordinary Relationship Between the Great Composer and the Brutal Dictator (2004).
El
primer contacto con la obra del compositor ruso desató la ira de
Stalin. Luego de asistir el 26 de enero de 1936 a una función de la
ópera "Lady Macbeth del distrito de Mtsensk", el dictador inició una
virulenta campaña de prensa contra el formalismo de Shostakovich. Abrió
el fuego un editorial del Pravda titulado "Ruido en vez de música",
escrito o dictado por el mismo Stalin, según ha logrado establecer
Volkov. "Desde el primer minuto, el público queda anonadado por el
confuso aluvión de sonidos, intencionadamente desprovistos de armonía
(...). Es una música difícil de seguir e imposible de recordar", decía
el artículo, atacando a continuación la "fealdad izquierdista" de la
ópera, para rematar con una amenaza velada: "Estos juegos con lo
esotérico pueden acabar muy mal".
Shostakovich recibió dos andanadas más en el mismo diario, ambas sin firmar.
Inesperadamente,
una de las glorias vivas de la literatura soviética, el escritor Maksim
Gorki, salió en defensa del compositor. En su opinión, los ataques
ponían en riesgo el proceso de "culturización" forzado de una sociedad
mayoritariamente analfabeta, a la vez que perjudicaban la imagen
internacional de la Unión Soviética. Intelectuales amigos, como Romain
Rolland y André Malraux, también intercedieron por el músico.
Luego
de que Gorki le enviara una carta a Stalin, los ataques cesaron. El
misterioso crítico musical del Pravda cambió de opinión. La "Quinta
sinfonía", compuesta por Shostakovich en 1937, fue descrita como una
"respuesta creativa y seria de un artista soviético a unas críticas
justas". Para Volkov, en cambio, es una obra profundamente "ambigua".
Plena, a la vez, de un socialismo patriótico y reflejo del gran terror
desatado a fines de los años treinta. "La partitura de Shostakovich es
una vasija mágica que cada oyente llena imaginariamente a su antojo",
resume.
En
el proceso de rehabilitación del músico, le fue concedido a su
"Quinteto para piano" (1940) el premio Stalin. La invasión alemana de
1941 estrechó aún más esta alianza instrumental. Durante el asedio a
Leningrado, Shostakovich escribió el primer movimiento de la "Séptima
sinfonía". Luego fue evacuado en un avión enviado por Stalin. Lo mismo
se hizo con Ajmátova, Zoshchenko y el cineasta Sergei Eisenstein, a
quien sacaron de Moscú cuando empezaba a dirigir "Iván el terrible".
Terminada
la Segunda Guerra, Stalin ya no necesitó a los intelectuales.
Reemprendió entonces su campaña contra el formalismo. Durante la purga
ejecutada por Zhdanov en 1948, Shostakovich fue condenado al silencio,
junto a los compositores Prokofiev, Khachaturian, Miaskovsky, Shebalin y
Popov. La misma suerte corrieron Ajmátova y Eisenstein.
Según
Volkov, Shostakovich nunca se hizo ilusiones acerca del régimen
estalinista, y aceptó dar al César lo que era suyo. Únicamente lo salvó
su carácter. "Neurótico y agitado, con un aspecto más propio de un
escolar asustado gracias a sus gafas redondas y su cabello revuelto,
Shostakovich poseía, sin embargo, una disciplina inigualable y una
extraordinaria confianza en su talento creativo, lo que le ayudó a
sobrellevar los ataques personales de Stalin".
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