JEAN PRIEUR – “ESE MÁS ALLÁ QUE NOS ESPERA” (19)
Nos metemos a veces los cristianos en unos “jardines” que se
convierten en laberintos. Por ejemplo, «sabemos que la fe cristiana no
puede aceptar “revelaciones” que pretendan superar o corregir la Revelación de
la que Cristo es la plenitud». Esto que pertenece al Catecismo de la Iglesia
Católica (nº 67), nos hace olvidar otra cosa que dice el mismo Catecismo en el
nº 66: «Aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada».
Es lo que dice J. Prieur: «La revelación… no se detiene en las edades
apostólicas».
Hay otro “jardín” en el que nos metemos también con frecuencia.
Cuando oímos o leemos cosas que, supuestamente, han sido trasmitidas desde el
Más allá por Pierre, Roland u otros, nos resulta difícil admitir algunas porque
utilizan un lenguaje demasiado simple. Como si éste hubiera de ser
«sublime, misterioso, incomprensible». Sin embargo, Prieur cita con razón este
párrafo de Roland: «Cuando Dios se da a vosotros, lo hace a vuestra medida».
Hay otro “jardín”, que aquí describe Prieur y del que a muchos nos
resultó difícil encontrar una “salida”: los Ángeles en el cielo. ¡Nos
dijeron tantas veces teólogos «avanzados» que los ángeles eran los buenos
pensamientos que, a veces, nos resulta difícil creer que los ángeles son
verdaderas entidades espirituales! Hay cosas que solo se aprenden siendo niños.
¡Buen día!
VII– LA
CASA DEL PADRE (inicio)
25. MUCHAS MORADAS EN LOS
CIELOS
El Cielo, que comienza a nacer
también en la tierra, es en primer lugar una disposición del corazón, un estado
del alma; es el reino interior, se llama Aquí y Ahora. El más allá comienza
siendo un dentro.
El
cielo es sobre todo la reunión, en miríadas de miríadas, de todos los que
llevan tienen esta disposición y este estado; es el reino exterior, el que se
llama Allá Arriba y Siglo futuro.
Para
entrar en este reino, no es necesario hacer un fantástico viaje espacial, sino
llevar a cabo la propia regeneración, de comprender los principios divinos y
vivirlos. No hay reino exterior para el que no ejecute el reino interior. No
podemos entrar en el cielo, antes de que el cielo haya entrado en nosotros. El
cielo es el país donde no siempre se llega… algunos se quedan en el camino.
El
paso del Hades al mundo celeste se llama segundo nacimiento. Entonces, los que
quieren beben en el río de la vida: lo que se ha adquirido en la tierra y en el
Hades, ya no lo perderán. Entonces reciben una túnica blanca (por ser el blanco
la suma de todos los colores) y un nombre nuevo que nadie conoce en la tierra.
El
cielo no es un espacio vacío, sino un lugar donde hay montañas, lagos, árboles,
plantas, animales. El cielo no es la negación de la vida, sino la vida en su
plenitud, en su superabundancia, en su pleroma.
El
cielo no es abstracto, no está poblado por los que la antigua filosofía llamaba
seres de razón.
El
Espíritu desafía lo abstracto que seca todo lo que toca. Así el Apocalipsis no
dice: la verdad, sino lo verdadero. El Evangelio es el libro del pan, del
olivo, de la viña, de las ovejas y de los pájaros. Se le habría puesto a Jesús
en un aprieto preguntándole la diferencia entre la transubstanciación y la consubstanciación.
No
se encuentran en el cielo alegorías que se llamen la Fe, la Caridad, la
Esperanza, sino seres que conocen los que creyeron, que aman allá arriba lo que
amaron aquí abajo, que siguen esperando, aunque ya se realice la parte más
hermosa de su esperanza.
Los
seres que están en los cielos se parecen a los de la tierra, pero con la
diferencia de que ellos son mejores, infinitamente más hermosos y más felices.
Tienen sentidos más finos y más sutiles. Su mirada, más penetrante que la del
águila, contempla colores más brillantes. Su oído, más delicado, oye esas
sinfonías que algunos de entre nosotros, ya en la tierra, han tenido el
privilegio de captar.
Las
cosas que hay en los cielos se parecen a las de la tierra, pero sería más
exacto decir que el mundo natural, cuando llega a la belleza, se parece al
mundo celeste que es su arquetipo.
Las
cosas que hay en los cielos son más hermosas y más variadas, la luz que las
ilumina es más intensa, la atmósfera que las rodea es como el polvo de
diamantes.
El
cielo no es el anonadamiento en Dios, sino la plenitud de la persona y de sus
conocimientos. Es el reino de las vocaciones realizadas; ahora bien, toda
vocación es llamada del Divino; así, el verdadero poeta detenta una parcela del
Verbo, todo gran compositor oye y traslada la música de las esferas.
En
la tierra, se da con frecuencia dicotomía y conflicto entre la función y la
vocación: uno es empleado de oficina cuando, en realidad, es un pintor. En el
cielo, como por otra parte en las zonas dichosas del Hades, la vocación se ha
convertido en la función. Allá arriba, con convertimos en lo que somos y la
eternidad nos transforma en nosotros mismos.
Las
vocaciones que pertenecen al canto, a la música, a la pintura, a la poesía se
continúan y se realizan con gamas de sonidos y de colores mucho más variados y
con formas de las que no tenemos idea en la tierra.
Lejos
de agotar estas alegrías, la eternidad aumenta su variedad y su perfección.
Lejos de conducir a la uniformidad, la armonía que reina en cada uno de los
innumerables cielos, desarrolla en cada uno de los isaggeloï[1] una personalidad cada vez más diferente.
Allá
arriba, como aquí abajo, las facultades y los dones se desarrollan con el
ejercicio, crecen en eficacia y en fuerza. Descubrirse más inteligente, más
activo, más útil, sentir crecer dentro de sí el amor y el conocimiento, esta es
la felicidad de los ángeles y de los que se parecen a ellos.
La
palabra más vuelve con frecuencia en este texto: el cielo es, en efecto,
un ser-más.
Las
vocaciones son tan diversas como los espíritus. Muchas de ellas responden a los
carismas: don de curación, milagros, interpretación de los misterios,
revelaciones sobre el mundo invisible.
Los
santos
Es
así como los santos, esos desaparecidos ejemplares, prolongan en el Más allá la
obra beneficiosa que realizaron en la tierra. «Los santos, dice A.B. a Mary
Bruce Wallace, son la perfección de la humanidad».
Pierre
descubre y hace descubrir a su madre la experiencia de estos Perfectos: «Una
Teresa de Ávila por ejemplo y su hermanita Teresa, que, al venir entre
nosotros, recoge las rosas de su jardín místico para devolverlas a la tierra en
inspiración, en ayudas, en intervenciones, en oraciones… ya te he hablado de
ella.»
Otra
vez, se irrita contra la falta de inteligencia de los cristianos y les pregunta
con fuerza qué caso hacen de las revelaciones que Dios les envía, no solo por
la naturaleza, por Cristo y por los ángeles, sino también por los santos.
«¿De
qué os sirven las revelaciones de los inspirados: los profetas y los que
llamáis santos… ¿un Francisco de Asís, un Agustín, una Teresa, una Catalina de
Sena con las manos agujereadas por agradecimiento a su Salvador?»
San
Agustín y san Francisco de Asís, que tuvieron una extraordinaria presciencia de
las realidades invisibles son, en el otro mundo como en éste, maestros a
quienes hay que seguir. Roland compara al primero con un pionero que avanza por
los caminos celestes, después de haber enterrado el mal hasta que brotasen
estrellas.
En
cuanto al segundo, recomienda su lectura: «imprégnate de sus inspiraciones, te
serán beneficiosas.»
En
las esferas blancas, san Juan, el discípulo predilecto, ocupa un lugar
importante, si no el primero. El Águila, que supo extender su mirada más allá
del año 2000 y establecer el sol divino, había volado, ya en la tierra, hasta
el pie del Trono.
Pierre:
«Juan Evangelista fue, entre todos los apóstoles, el que más amó, y, por ello,
el que mejor comprendió los secretos divinos del Amor-Cristo. Queridos míos,
llenad vuestro corazón de la enseñanza íntima y profunda que anima al Evangelio
de Juan. Lo repito, nadie refleja mejor la persona y la misión trascendental de
Cristo, porque, por la fuerza de su ternura, solo Juan sintió instintivamente
la verdadera calidad sustancial del Mesías.»
La
Sra. Monnier, al preguntar a su hijo si se había encontrado con los Apóstoles,
él respondió que veía a veces a Cristo rodeado de los Doce «el mayor de todos
es Johannes, (al que vosotros llamáis Juan), porque es el que más amó».
Y
como ella se extrañaba de este vocablo, añadió él al día siguiente: «Así es
como le llamamos aquí. Muchos de nosotros eligen un nombre. El prefirió ese, me
dicen, porque es con este nombre de Johannes como su obra dio frutos celestes.»
Entre
su nombre griego y su nombre hebreo, el que trabajó en Patmos y en Éfeso,
eligió el nombre griego.
Los
grandes iniciados
Sin
embargo, el séptimo Reino no es una proyección del cristianismo sobre una
pantalla celeste. La comunión de los santos es en realidad la comunión de los
creyentes. Las grandes religiones se funden en el cielo en la religión única,
mientras que, en el Hades, mantienen sus diversas individualidades.
Pierre:
«Existieron las misiones de los grandes inspirados: Moisés, Isaías, Mahoma… un
Juan Bautista, un san Juan, un san Pablo… Los grandes profetas de la Antigua
Alianza, del Islam y del Budismo, eran hombres inundados por el Espíritu de
Dios.»
Inspirado,
en efecto, fue Mahoma que oyó decir a la voz divina: «Mi misericordia precede a
mi ira». Inspirado Çakya-Mouni[2] que dejó a la humanidad sobre una cima que no era sin
embargo la más elevada.
Pierre:
«Çakya Mouni brilla como una luz en medio de las tinieblas del Brahamanismo,
que mantenía sin embargo en medio del recuerdo confuso de las tradiciones
védicas, pero Jesús fue la luz permanente.»
La
Virgen
Una
obra sobre el otro lado del velo sería incompleta, por tanto, engañosa, si
silenciara a la que, cuando vivía, recibió dos veces al Espíritu Santo. La
primera vez, fue cubierta con su sombra; la segunda, en Pentecostés, fue
cubierta con su luz. ¿Cómo ignorar a la Virgen quien, después de comenzar la
revolución industrial, se manifestó tantas veces y que, en Fátima, en nuestra
época de religión activista y comprometida, nos invita, de manera urgente, a
creer en lo natural?
Ella
se aparecía en 1830, el año en que Auguste Compte inaugura su curso de
filosofía positivista, el año de la primera revolución de ese siglo que vio
tantas.
Ella
se aparecía en 1846, dos años antes del «Manifiesto comunista», dos años antes
de la ola de revoluciones en Europa, dos años antes de «el Futuro de la
Ciencia», donde Renán se felicita de que de todo el conjunto de las ciencias
modernas sale este inmenso resultado: no existe lo sobrenatural. Afirmación
recuperada por Berthelot: «El mundo ya no tiene misterio».
Ella
se aparecía en 1917, el año de la revolución soviética, el año en que se construye
un Estado basado en la negación de lo divino.
«No
existe lo natural, jamás lo ha habido», proclamaban los epígonos del Renán de
1848. «No hay sobrenatural», proclaman hoy muchos cristianos.
En
realidad, nunca ha habido tanto sobrenatural como en nuestra época; y el siglo
XX vio tantas señales en el cielo como nunca se vieron anteriormente. ¡Por
ejemplo la danza del sol! La revelación y los milagros no se detienen en las
edades apostólicas. Dios aún sigue hablando. Uno se puede extrañar de que lo
haga por la Virgen más que por Cristo, pero, después de todo, ¡El tiene también
su libre albedrío! Si la Virgen da testimonio es, sin duda, porque su hijo se
ha cansado del endurecimiento de los terrestres.
María,
cuando vivía, tuvo un papel impreciso; pareció incluso al principio no haber
captado el verdadero sentido de la misión de su hijo. Esta incomprensión
explicaría las duras palabras que le dirigió Jesús, sobre todo en Caná. Estas
duras palabras alarmaron a más de un creyente y por eso la Sra. Monnier expuso
su turbación a Pierre, quien le respondió:
«María
había sido advertida, desde antes de la concepción, de la misión extraordinaria
y gloriosa que tenía. Sabía por tanto que no debía ser un obstáculo en la vida
del que nacía de su seno, puesto que ella solo había sido un instrumento en las
manos de Dios, y que esta gloria debía bastarle para ser llamada bienaventurada
entre todas las mujeres.»
La
que se definió como la sierva del Señor realizó, desde su cielo, las
grandes cosas que no le fue dado realizar en la Tierra. Su segunda vida es más
destacada que su vida antemortem. Su apostolado es más intenso y más
glorioso en el siglo XX que en el siglo I.
Como
lectores de Roland estaban extrañados de que aludiera tan raramente a la madre
de Cristo, la Sra. Jouvenel le transmitió el reproche:
—
Roland, me piden que te haga esta pregunta: ¿Por qué me has hablado tan poco
de la Santísima Virgen?
—
San Luís reinó en Francia. ¿Es esta una razón para que todos los franceses lo
hayan conocido? Aunque nosotros estamos en el reino de Dios y de la Santísima
Virgen, raramente accedemos a su luz. Hay entre nosotros leyes muy complicadas.
Respuesta
llena de sentido común. El sentido común es también uno de los dones del
Espíritu. Sin embargo, Roland dictó muy hermosas páginas sobre la Madre de
Cristo:
«¡Ama
a Dios, aprende a venerar a la Virgen! Mamá, ella es mi madre eterna, es suave
como el alba… Oh maravillosas invocaciones de las letanías de la Virgen: torre
de marfil… puerta del cielo… estrella de la mañana… ¿Por qué no has pensado
antes en el sentido de esta súplica en las letanías: rosa mística? ¿No es este
el sentido de todo lo que te he enseñado sobre las flores?»
«Mira
a la Virgen. Ella entregó a su hijo para salvar al mundo, no tuvo ningún
instinto de propiedad hacia su hijo.»
Y
Roland explica que las apariciones de la Virgen tienen una importancia
fundamental, porque demuestran que Dios ha roto la pantalla opaca que impedía
al hombre ver: «Lo creado es una muralla; al otro lado, está nuestro reino. Si
le agrada a Dios, el muro cae; y vosotros os encontráis, no en el cielo, sino
cada a cara con vuestro propio cielo. Me explico: si la Virgen de la Saleta
lleva una cofia, es porque Melanie se imaginaba así ataviada a la Virgen. Lo
que significa que cuando Dios se entrega a vosotros, lo hace a vuestra medida.»
En
efecto, la hermosa Dama habló a los pastorcillos de lo que ellos podían
comprender: las nueces que se ponen malas, el racimo que se pudre, la cosecha
que se echa a perder.
Lo
que Roland dice de La Saleta se aplica también a Lourdes y a Fátima, lugares en
los que Dios, por medio de María, y según las propias palabras de su sierva en
su Magnificat, desplegó con energía la fuerza de su brazo.
Si
Roland no contempló a la Virgen, Sor María-Gabriela vio a un ser de luz que
ella identificó con la Madre de Cristo:
«Yo
estoy en el segundo Purgatorio desde el día de la Anunciación… Ese día, vi
también por primera vez a la Santísima Virgen, porque en el primer Purgatorio
no se la ve.»
El
15 de agosto de 1875, dicta esto: «Sí, hemos visto a la Santísima Virgen. Ella
subió al Cielo con muchas almas; yo, me quedé.»
Asimismo,
santa Francisca Romana contemplando la Asunción de María comprendió que las
almas, hasta entonces retenidas en el Purgatorio, avanzaban a continuación
hacia los umbrales celestes. Ana-Catalina Emmerich asistió también, en
espíritu, a la Asunción. Vio a la Virgen entrar en el cielo, en su cuerpo
espiritual, seguida por un gran número de almas liberadas. Y añade que, el 15
de agosto, ve a muchas almas subir al paraíso.
La
descripción de la muerte de la Virgen por Ana-Catalina Emmerich es muy
interesante para el que quiere comprender la metamorfosis que se lleva a cabo
durante una agonía espiritual: «Vi, a partir de María, como una montaña
luminosa que se eleva hasta la Jerusalén celeste. Ella tendió los brazos desde
este lado con un deseo infinito, y vi a su cuerpo elevado en el aire y
planeando por encima de su cama, de la manera que podía verse desde debajo.»
Este
cuerpo que tiende los brazos hacia la ciudad del cielo, este cuerpo que flota
por encima del cuerpo físico, es el cuerpo espiritual que la visionaria llama
también alma: «Vi su alma, como una pequeña figura brillante infinitamente
pura, salir de su cuerpo, con los brazos extendidos, y elevarse por el camino
de luz que subía hasta el cielo. Los dos coros de ángeles que estaban en las
nubes se reunieron por debajo de su alma y la separaron del cuerpo que, en el
momento de esta separación, volvió a caer sobre el lecho, con los brazos
cruzados sobre el pecho».
Separar
el cuerpo espiritual del cuerpo físico es en efecto obra de los ángeles y de
los que, entre los desaparecidos, son semejantes a ellos.
Que
los mensajeros católicos como Roland, Paqui y Sor María-Gabriela, hablen de la
Virgen no sorprende a nadie, pero lo que deja estupefacto es que algunos
protestantes no se queden a la zaga.
Bertha:
«Que vuestra alma cante el Magnificat, el gran poema místico, el canto del alma
en la comunión más santa con la Divinidad».
Christopher,
que vio a María, muestra su admiración y su sorpresa:
«Ahora
sé que era ella. Pero en aquel momento, estuve solo deslumbrado por su luz y
bastante perplejo…»
Perpleja,
la Sra. Monnier dice que lo estuvo más de una vez releyendo los textos que
recibía, porque de todos los mensajeros, es Pierre el que habla más ampliamente
de la Virgen. No nombre nunca a la Madre de Dios, pero, tampoco ella, en las
palabras que pronunció durante sus apariciones esenciales, se dio este título.
Desde
la Anunciación a la Asunción, «Las Cartas de Pierre» contienen un verdadero
florilegio mariano:
«¡Qué
gracia le otorgó Dios a la Virgen de Israel que dio nacimiento al Amor divino
en la Tierra!
«No
olvidéis nunca el saludo consagrador de Gabriel. De manera que, con toda
evidencia, la Virgen de Israel ocupa un lugar eminente en la Reino. Digo esto
para los cristianos que relegan a la Aquella que dio a luz al Verbo.»
A
los cristianos que relegan en la sombra a la Virgen, él los repite:
«Entre
los puestos preparados por Cristo en la casa de su Padre, había uno muy hermoso,
reservado al alma maternal de María.»
«María,
madre de Jesús, está viva puesto que todos lo estamos. Ella reza por vosotros,
puesto que nosotros rezamos por todos. Ella consuela a las madres que lloran,
puesto que nuestra misión es una misión de consuelo.
«El
instrumento humano más adorable aquí, en nuestra hermosa esfera blanca, es el
dulce rostro de María.»
Los
Ángeles
Son
muchos los hombres que no creen en los ángeles. Serían imaginables, en cambio,
ángeles que no creen en los hombres. La hipótesis no es inverosímil, puesto que
hay entidades que nunca han estado en contacto con la Tierra. Las razones de su
duda serían inversas y totalmente fundadas. Se podrían imaginar arcángeles que,
por no haber visto nunca a un hombre, no llegan a concebir esta horrible mezcla
de huesos, de carne y de espíritu, y tendrían tantas dificultades para creer en
el cuerpo perecedero como nosotros en el alma imperecedera. Estos inmortales no
llegarían a comprender la muerte y se preguntarían con escepticismo: ¿Cómo se puede
ser y dejar de ser? ¿No hay contradicción en los términos? La muerte:
¡hipótesis absurda!
Los
ángeles no son hombres superiores o alegorías de nuestros buenos pensamientos
como el rumor después de algún tiempo. Los Ángeles existen en cuerpo de gloria,
son invisibles para nosotros, pero no más invisibles que ciertos rayos bien
conocidos por los sabios.
Llegados
a las esferas blancas, los siete cielos del séptimo Reino, los Mensajeros
crísticos vieron la gloria de los ángeles:
Thomas
Downing: «Esas elevadas y santas sustancias son de naturaleza espiritual. No
pertenecen sin embargo al reino de las ilusiones. Yo apenas me atrevo a
contemplarlas».
Albert
Pauchard, que habla bastante poco de los ángeles, observa con humor: «Es mejor
como los católicos, y también los ingleses, viven Aquí mucho más en relación
con los ángeles, que un frío protestante como yo».
A.B.
explica a Mary Bruce Wallace que los Ángeles se sitúan muy lejos de la tierra e
incluso de las esferas blancas: «Ellos tuvieron su evolución en otra jerarquía
de planetas y vienen simplemente a nuestra esfera para ayudarnos a progresar.
No residen con nosotros. Los Ángeles son visitantes venidos de los reinos
superiores.»
El
antiguo hombre de leyes hace a Elsa Barker la descripción de un ángel. Ve en
una extraordinaria atmósfera de calma al Ser de belleza y de perfección
radiante en su propia luz: «Imaginad a la juventud convertida en inmortal y al
fugitivo hecho eterno. Imaginad la flor de un rostro de niño y los ojos de
siglos de conocimiento. Imaginad el brillo de mil vidas concentrado en esos
ojos y la sonrisa en esos labios de un amor tan puro que no pide a cambio
ningún amor a los que sonríe. Los que contemplan al Ser de Belleza ya no serán
nunca lo que fueron antes. Podrán olvidar por un tiempo y perder, en los
asuntos de la vida, la magia de esta presencia, pero cada vez que se acuerden,
serán llevados de nuevo sobre las alas de su antiguo arrobamiento. Esto puede
sucederle al que permanece en la tierra, esto puede sucederle al que vive en
los espacios entre las estrellas.»
Roland
y los que lo rodean saben que aún están lejos de Dios, tan lejos como el sol lo
está de la Tierra: «Nosotros solo estamos, dice, en el reino de los Ángeles».
En este pasaje, hay que entender ángel en el sentido restringido del término:
se trata de espíritus celestes de la primera jerarquía. En cuanto a los
espíritus humanos desencarnados, sienten el calor divino, pero no pueden mirar
la luz de frente, aún no han accedido a la visión directa.
Pierre:
«El Paraíso, en el sentido que lo entiende la Iglesia, no se alcanza
inmediatamente después de la muerte, sino cuando la evolución del alma es
completa. Es lo que aquí llamamos: el cara a cara con Dios.»
Los
Mensajeros, lo mismo que las Escrituras, mantienen la noción de jerarquías
angélicas. Cierto, la clasificación de Dionisio Areopagita no se encuentra en
los textos dictados, pero parece que tienen tres funciones esenciales: aportar
ayuda a la humanidad terrestre, así como a las humanidades del espacio,
adoración, gobierno del cosmos.
A
la jerarquía mineral–vegetal–pez–reptil–pájaro–mamífero–hombre, se superpone la
jerarquía angélica igualmente diversa.
Old
Lawer: «Lo que un hombre es a una roca, un ángel lo es a un hombre en
intensidad de vida. Si vivimos en otro tiempo la experiencia de este estado de
alegría etérica, la hemos perdido por una asociación con la materia. ¿Podremos
un día reconquistarla? ¡Tal vez! La eventualidad está a nuestro alcance.»
En
el mismo pasaje, define al ángel como un ser espiritual que nunca ha vivido en
la tierra como hombre.
Pierre
confirma lo del antiguo jurista: «Los ángeles y los hombres no son de la misma
raza. Pero la raza de los ángeles, como la de los hombres, está sometida a la
evolución y a los peligros del libre albedrío.
«En
lo que se refiere a los ángeles, es una raza especial que evoluciona también,
que puede estar sometida al pecado, puesto que, vosotros lo sabéis, hay ángeles
que permanecen atados con cadenas de oscuridad y esperan el Juicio.»
Los
ángeles y los hombres no son de la misma raza. Esto parece una evidencia cuando
se trata de hombres encarnados, sin embargo, ni siquiera los hombres de las
esferas blancas son ángeles, aunque pueden hacerse como ellos.
Ellos
son «como» ángeles[3], enseña Cristo. La piedad popular tiene demasiada tendencia
a confundir a los desaparecidos con los ángeles. Pero ni los propios
desaparecidos, sobre todo en las esferas del Hades, hacen muy bien la
distinción entre el Umbral y el Reino. Recordemos que no son omniscientes y que
deben liberarse poco a poco de las concepciones aprendidas aquí abajo.
Con
mucha frecuencia equipara Paqui a los ángeles con sus compañeros y con ella
misma. He aquí un pasaje característico: «Yo me esfuerzo por avanzar, por
crecer, por iniciaros mejor, por ver y gustar mejor lo que me rodea, por tener
fuerzas que transmitiros… Los ángeles tienen que trabajar si quieren avanzar y
comprender pronto lo que Dios espera de ellos. La ciencia y la bienaventuranza
se ganan y se adquieren como en la tierra por el trabajo, la renuncia y la
sumisión; pero aquí todo es delicia, nosotros obedecemos con alegría y
cumplimos con amor nuestra misión. Los ángeles están, por permisión divina, al
servicio de los humanos para ayudarlos a escalar el duro camino de la vida.
Pero la cadena solo se une si los eslabones se tocan, y para que vuestros
amigos celestes puedan ayudaros, es necesario que vuestras almas se presten a
ello, que tengáis confianza en ellos.»
No,
los ángeles no están al servicio de los humanos, sino al servicio de Dos. El
superior no puede estar sometido al inferior, la ley de jerarquía no puede ser
violada. Los «ángeles», de los que aquí se trata, son espíritus del bien,
desaparecidos en marcha hacia la perfección, isaggeloï.
La
noción de jerarquía en el mundo celeste está claramente explicada en Pierre:
«Los ángeles son directamente los mensajeros de Dios, los servidores de Dios,
lo que vosotros podríais llamar “la corte de Dios” con su jerarquía, sus
dignatarios, su organización».
También
en J. Heslop: «A los ángeles y a los arcángeles les son entregados los
mandamientos del Padre Divino. Estos mandamientos son transmitidos de una
Inteligencia a otra hasta que llegan a nosotros en la esfera crística. Nosotros
los comunicamos a los distintos mundos de evolución inferior.»
La
Tierra figura entre estos mundos inferiores.
Lo
mismo que Daniel y el Apocalipsis hablan de miríadas de miríadas, A.B. enseña a
Mary Bruce Wallace que existen miles de jerarquías angélicas:
«Vuestro
mental es demasiado estrecho para comprender la magnitud del Universo.
Ampliadlo para que podáis captar algunos de los misterios del ser, algunas de
las variedades de la vida revelada. Vuestras categorías de la vida sensible en
la tierra son muy limitadas. Son como los cinco dedos de la mano comparados con
el número de estrellas. No tenéis ni idea de las miríadas de razas, de las
miríadas de inteligencias y de espíritus distintos del hombre que abundan en la
inmensidad de los espacios y que se encuentran en el entorno de cada planeta lo
mismo que en los cielos más elevados y en todas las regiones intermedias[4]. No hay nada vacío, nada privado de ser.»
Los
ángeles son encargados por Dios de asistir a los humanos en circunstancias
graves y de concederles las fuerzas espirituales.
A.B.
a Mary Bruce Wallace: «No se deja que ninguna vida descienda por el sendero
hasta el precipicio sin ser rescatada. Cuando se producen accidentes por parte
del hombre, por su libre albedrío o su ignorancia, auxiliares angélicos están
siempre presentes para aprovechar la ocasión, para curar las heridas, para
volver a poner al peregrino en su camino. Pronto o tarde, él adquiere conciencia
de esta ayuda bien en la tierra, bien después de la muerte»[5].
No
es cuestión de pedirles cosas materiales o de darles órdenes.
«Es
insensato por vuestra parte, se indigna Roland, suponer que tenéis el poder de
movilizar a las jerarquías celestes y que, a vuestro antojo, los hacéis
intervenir en vuestros asuntos. ¿Quiénes creéis que sois para tener tanta
audacia?»
«Con
demasiada frecuencia os creéis unidos a los ángeles, porque vuestra
sensibilidad está hipertensa. Enseguida pedís entonces favores y la mayoría de
las veces no obtenéis nada. ¿Por qué? Porque los ángeles solo obedecen a Dios:
el solo puede mandarlos[6]. Y esta es la razón de que la gracia os llegue por
sorpresa, al margen de vuestra búsqueda, en el momento que menos lo esperáis.»
Lo
que hace que a veces se obtenga otra cosa distinta de la que se ha pedido. Puede,
por tanto, en ciertos casos, producirse una ósmosis entre el mundo angélico y
el mundo humano. Verdades ocultas pueden así ser desveladas. Sin embargo,
tengamos cuidado de que lo consciente no sea un obstáculo para estas
revelaciones.
Roland:
«Cuanto más vacío se hace en vosotros, más os acercáis a los ángeles. Un ángel
puede expresarse por vosotros, cuando vuestro entendimiento no confunde ya lo
que él dice.»
Los
Espíritus–Custodios
Albert
Pauchard nos recomienda confiar en nuestro compañero invisible: «Confiad
siempre en vuestro ángel custodio en vuestra miseria».
Pierre
confirma esta misteriosa y benéfica presencia a nuestro lado: «Tenéis junto a
vosotros a Cristo, para ayudaros, para sosteneros, para guiaros y enseñaros el
amor de nuestro Dios, pero también al ángel al que el Maestro os ha confiado,
espíritu luminoso siempre atento a vuestras llamadas, a vuestras necesidades.
Jesús
habló de vuestros ángeles y vosotros tenéis que creer al Hijo de Dios, o dejar
de llamaros sus discípulos. Cada una de las almas en la tierra está rodeada por
la tierna solicitud de un ángel… ¡sí, un espíritu de luz contempla vuestra
vida!»
Sin
embargo, más que un ser celeste que nunca ha estado en la tierra, el ángel
parece un ser de raza humana que nos ha conocido, que nos ha amado. Así es como
Pierre comunica a su madre que en adelante será su ángel custodio, sucediendo a
otra Inteligencia que recibirá otra misión:
«El
hermosísimo espíritu que te seguía hasta ahora, te ha puesto bajo mi custodia,
cosa que sucede con frecuencia. Él esperará la vuelta de un espíritu
momentáneamente encarnado, o será destinado a ejercer una mayor influencia en
ciertas almas.»
Igualmente,
informa al Sr. Monnier que este último está, desde su infancia, bajo la
custodia de su madre. Los vínculos de familia no se pierden nunca y todos los
desaparecidos de las esferas blancas realizan funciones de ángeles custodios.
«Cada
uno de nosotros cuida especialmente del jardín de un alma encarnada. Vuestro
espíritu protector hace esto. Pero la gran nube[7] trabaja en la obra de Dios sobre todos vosotros, en todos
vosotros.»
La
noción de ángel guardián es completamente bíblica. Se apoya en estas palabras:
«Guardaos de despreciar a ninguno de estos pequeños, porque os aseguro que sus
ángeles ven continuamente en los cielos el rostro de mi Padre».
Pero
lo que es también bíblica es la prohibición de adorar a los ángeles, tanto si
se trata de espíritus custodios de la raza humana como de espíritus de raza
divina. El ser de luz, que mostró a san Juan las cosas futuras, se declara su
compañero de servicio y le ordena no postrarse ante él.
Asimismo,
san Pablo pone en guardia a los colosenses contra los excesos de la
angelolatría: «No os dejéis arrebatar el precio del combate por esa gente que,
so pretexto de humildad, pretender rendir culto a los ángeles. Abandonándose a
sus propias visiones, hinchados de vano orgullo por su sentido carnal, no
permanecen unidos al jefe».
Jefe
tiene aquí el doble sentido de mandamiento y de cabeza. Más allá de los santos,
la Virgen y los ángeles, los mensajeros nos ordenan permanecer unidos a Cristo,
puesto que solo él es el Señor.
Las
Inteligencias cósmicas
Sin
embargo, los ángeles no están preocupados únicamente por la salvación de los
humanos que no son, mal que les pese, el ombligo del mundo. Los ángeles tienen
tareas más grandiosas, dirigidas a la conservación y a la expansión del
universo.
John
Heslop describe el nacimiento de las estrellas proyectadas como átomos fuera de
la matriz de los soles, comenzando inmediatamente sus evoluciones en el espacio
y atrayendo hacia ellas las sustancias que necesitan. Ve en la cosmogonía la
intervención de las Inteligencias.
«Ángeles
ayudan al nacimiento y a la evolución de esos mundos nuevos. Construyen las
condiciones necesarias para la aparición final de la vida, aunque este proceso
pueda suponer millones de años.»
Los
ángeles estuvieron manos a la obra en el comienzo de los tiempos. Lo están
todavía, lo estarán siempre en el eterno presente. Sus misiones no son solo
espirituales y se extienden con alegría a los orígenes cósmicos. «¿Dónde
estabas tú, pregunta Dios a Job, cuando creé la tierra… cuando cantaban a coro
las estrellas de la mañana, y cuando todos los hijos de Dios lanzaban gritos de
alegría?»
Los
que subieron al cielo no han vuelto a bajar de él. Entre los encarnados, los
que de él descendieron fueron discretos. No se le permitió al apóstol san Pablo
trasmitir las palabras indecibles que había escuchado en el Paraíso. Habló de
tres cielos, san Juan habló de doce asientos de piedras preciosas, brillantes
como los cuerpos de gloria. Habló también del arco iris que rodea el trono de
Dios, arco iris que representa la totalidad de las esferas de alegría, el
esplendor del mundo incorruptible, la multiplicidad de los resplandores que
alcanzar su mayor exuberancia en los mundos celestes y divinos.
Ahora
bien, el arco iris, la cifra 7, son los siete grupos de jerarquías angélicas
que contemplan al Señor. Para señalarlos, para presentirlos, retengamos lo que,
en el mundo físico, es lo más hermoso, lo más puro, lo más resistente, lo más
incorruptible: las piedras preciosas. Ellas no son luz, pero reflejan la luz.
Ellas han captado esos colores intensos que abundan allá arriba, colores de los
que algunos pájaros, algunas flores han recibido toques.
No
pensemos: violeta, añil, azul, verde, amarillo, anaranjado, rojo, porque son
los colores opacos de la tierra. Pensemos en vibraciones, brillo, resplandor y
veamos desplegarse en torno al Trono los cielos de amatista, los cielos de
zafiro[8], los cielos de berilo, los cielos de esmeralda que están en
el centro, como en el espectro del color verde, los cielos de topacio, los
cielos de sardonyx[9], los cielos de sardios[10] que deben tener la más alta dignidad, puesto que Aquel que
está sentado sobre el Trono tiene el resplandor de esta piedra.
Entre
los diversos cielos, no hay fronteras rígidas, sino continuidades, pasos
insensibles que se parecen a los degradados del arco iris.
Tres,
siete, nueve, doce: un número sagrado significa un orden, una ley, una armonía.
Expresa una calidad tanto, si no más, que una cantidad. Tres, siete, nueve,
doce: es verdad que estas cifras sagradas no deben tomarse al pie de la letra,
expresan distintas funciones de lo divino actuando a través de las sociedades
celestes.
Lo
mismo ocurre con los nombres de arcángel: los anunciadores tienen por nombre y
por jefe a Gabriel; los combatientes a Miguel; los terapeutas a Rafael; los
directores de almas a Azraël.
Juan
vio también a siete espíritus ante el Trono y a siete estrellas en la mano de
Cristo: las siete estrellas son los siete cielos: se trata en este caso de las
más altas jerarquías angélicas. De una manera general, una estrella representa
una esfera, una sociedad espiritual; y las sociedades espirituales son tan
numerosas como las estrellas.
Juan,
nuestro guía en el universo metafísico, evocó cientos de ellas: la estrella
León, es el poder del Verbo, es la verdad que lucha contra el mal y lo agarra
por la garganta; la estrella Águila, estrella que influye en el apóstol, es la
inteligencia mística; la estrella de la Mañana es el mismo Cristo, el que es la
estrella da acceso a la estrella.
Estos
signos del Zodíaco, estos planetas, estas casas que, según la astrología,
influyen en nuestro carácter y en nuestros actos, no son otros que las
sociedades angélicas o demoníacas que influyen en nuestro mental, según su
receptividad.
En
efecto, si existe una Estrella de la Mañana, existe también una Estrella Absenta.
Allí por donde pasa Absenthos, las aguas se hacen amargas, envenenan a los que
las beben, el bien se llama mal y, recíprocamente, todos los valores son
invertidos y pervertidos.
Si
existe una Estrella de la Virgen, existe también una Estrella Dragón, esfera de
inteligencias negativas y negadoras, que vienen en ayuda de la incredulidad,
armadas con sus sofismas.
Estas
constelaciones demoníacas son las potencias de maldad que, como hemos visto, se
desencadenan en espacios subcelestes. Pero no tienen acceso al espacio de los
ángeles, no tienen acceso a esos lugares libres para siempre del mal.
Hay
muchos lugares, hay muchos cielos… y todos los cielos de todas las
espiritualidades se reúnen ante Aquél que es el Alfa y el Omega, el comienzo y
la realización. «Después de esto, apareció ante mis ojos una muchedumbre
inmensa, que nadie podía contar, de todas las naciones, de todas las razas, de
todos los pueblos, de todas las lenguas, de pie ante el Trono y ante el
Cordero…» (Ap. 7, 9).
El
paraíso del Apocalipsis, como el paraíso del Edén, es permanente, como es
inmutable el juicio último sobre los hombres. Si se intenta situarlos en el
tiempo de la historia, se acumulan las imposibilidades y las fuentes de
incredulidad.
Lo
que no comprendemos, lo situamos en otro tiempo: sea antes, sea después. En
realidad, esto se sitúa en otro espacio: el de los valores permanentes, el de
los arquetipos, el del bien en sí, el de lo verdadero en sí, el de lo bueno en
sí. Los cielos son otras tantas manifestaciones, otras tantas epifanías de lo
absoluto. En los cielos, el bien, lo verdadero, lo bello se presentan en
resplandor y se llaman gloria. La gloria es la luz celeste que llena una forma.
Algunos
se han preguntado sobre el número de ángeles. Una vez más, la respuesta está en
el Apocalipsis. San Juan habla de miles de miles, de miríadas de miríadas,
dicho de otro modo, de millones, de miles de millones.
La
grandeza ilimitada del mundo espiritual es idéntica a la grandeza ilimitada del
mundo físico. Existen miles de millones de ángeles y de arcángeles como existen
miles de millones de planetas y de estrellas.
[1] . Isaggeloï: los «ángeles», de los que aquí se
trata, son espíritus del bien, desaparecidos de camino hacia la perfección, asaggeloï.
(NdT).
[2] . La figura de Çakya-Mouni está envuelta en la bruma
de la leyenda, y son muchas y variadas las voces que hablan de él, bajo
diversas figuras y épocas. Algunas se refieren a él como el mismísimo Gautama
Budda (623-543 a.C.), pues éste era hijo del jefe de la clase guerrera Skya, de
Kapila bastu. Buda nació con el nombre de Siddhartha pero, después de su iluminación,
fue conocido también con el nombre de Sakyamuni (sabio de los Sakyas) (NdT.)
[3] . Lc. 20, 36, isaggeloï gar eisi.
[4] . Los Hades: cada planeta tiene su Hades.
[5] . En el mundo de los espíritus.
[6] . Ver el capítulo primero de la Epístola a los Hebreos que
Roland no había leído cuando vivía.
[8] . El zafiro oriental es azul añil.
[9] . El sardonyx es una piedra de un amarillo anaranjado.
[10] . El sardio se corresponde con la coralina, variedad roja
de calcedonia.
JEAN PRIEUR – “ESE MÁS ALLÁ QUE NOS ESPERA” (20)
Cuando a través de Amalia “entrevisté” a mi madre y a la Hª Concha,
me llamó la atención una cosa: llamaban Espacio al “lugar” donde vivían.
¿Cómo lo pueden llamar Espacio si están fuera del espacio y el tiempo?
El texto de Jean Prieur explica: «El tiempo es un presente eterno… El espacio
es una propiedad del ser, porque «lo que no está en alguna parte, no está en
ninguna parte, y lo que no está en ninguna parte no es nada.»
Cuando estuve en Estambul, me impresionó el Pantocrator de
la iglesia de Santa Sofía, por encontrarse en lo que hoy ya no es iglesia sino
mezquita. Me encanta lo que dice Prieur en el capítulo titulado: “Cristo
Pantocrator”. Sobre todo, algunas frases: «La vida misma de Cristo, para el
que está atento, es una parábola de la vida eterna» … «La segunda parte de las
frases de las Bienaventuranzas, la que comienza por “porque” alude a la
vida futura» … «La Transfiguración es prefiguración del siglo futuro» …
etc…
Cristo–parábola de la Vida Eterna es tan importante que, en la oración que algunos
seguimos haciendo reunidos dos veces al mes, nos asomaremos al Evangelio
para descubrir esta maravillosa “parábola en acción”. Contemplando a Jesús,
iremos descubriendo la prefiguración en Él de la Vida Eterna a la
que estamos llamados y que tanto importó en el origen del Cristianismo.
¡Buen día!
VII– LA
CASA DEL PADRE (continuación)
26. LA VIDA ETERNA
Como
la evolución ha sido positiva y el hombre-espíritu se ha orientado
deliberadamente hacia el amor, el bien, lo verdadero, y hacia lo hermoso que es
su forma, ha entrado en los cielos, ha pasado de la supervivencia a la vida
eterna.
Ha
llegado a la orilla del mar de cristal: bajo las miradas divinas, el conjunto
de las miríadas angélicas constituye una inmensidad de transparencia, de
incorrupción y de luz blanca atravesada por fosforescencias, por fulguraciones
y por centelleos coloreados.
La
promesa por fin se ha realizado. El hombre-espíritu ha entrado en los espacios
de alegría, en la Casa del Padre. Ha llegado la hora de ese nuevo nacimiento
que, en la Tierra, fue presentida y deseada.
Aquí,
la felicidad es un resultado, no un fin, porque ha sido alcanzada por el olvido
de sí, por la voluntad de servir, por la fusión (sin confusión) en un grupo
místico. La persona es tanto más amplia cuanto que se incorpora a la miríada
que le corresponde.
Aquí,
el corazón y su tesoro están en lugar seguro. Por fin el mal ya no se atreve,
no puede tomar en nada la iniciativa; las tentaciones son abolidas, no tienen
ya nada que ofrecer. La memoria subsiste purificada, todo recuerdo envilecedor
queda borrado. Todos los proyectos del bien son al momento posibles. Toda la
existencia se ha convertido en pensamiento-acto.
Aquí,
el orden y el amor constituyen la naturaleza de los seres.
Se
ha producido un gran cambio que tiene por nombre vida eterna. Pero ¿qué es la
vida eterna? Es muy difícil hacerse una idea, porque casi todos los mensajes
proceden, no de los cielos, sino de ese Hades, que ofrece tantas analogías con
la tierra; Hades todavía muy humano, demasiado humano. La vida eterna es algo
muy distinto que la supervivencia, prolongación de la vida terrestre,
supervivencia que afecta tanto a los injustos como a los justos.
Para
definirla, hay que evitar enseguida la trampa de los muertos; si «eterna» se
toma al pie de la letra, significa «que no tiene ni principio ni fin». Ahora
bien, esta vida, aunque no tiene un fin, tiene para todo hombre un comienzo. No
somos eternos, somos inmortales. Inmortales en potencia, inmorales no por
naturaleza, sino por gracia.
Esta
vida que no puede morir, comenzó un día, para nosotros, en un punto del tiempo.
Se acerca indefinidamente a Dios, sin poder nunca tocarlo: la vida eterna es
una asíntota[1].
Esta
vida divina que promete y da Cristo es, por tanto:
La
vida esencial por oposición a la vida terrestre
que es existencial. Esencial, porque está fuera del tiempo y del espacio, más
exactamente fuera de nuestro tiempo y de nuestro espacio[2]. No imaginemos en efecto que quedan abolidas estas dos
categorías en los cielos. El tiempo es evolución y pedagogía, el tiempo es el
tejido de nuestras vidas y esto en los cuatro mundos: Tierra, Hades, Infiernos
y Cielos.
La
vida eterna es un presente eterno, es la vida permanente y divina que anima y
sostiene, como en filigrana, nuestra vida transitoria. En cuanto al espacio, es
una de las propiedades fundamentales del ser, porque lo que no está en alguna
parte no está en ninguna parte, y lo que no está en ninguna parte no es nada.
La
vida irreversible es una
noción más accesible a nuestro entendimiento. Los fenómenos biológicos son
irreversibles. Los fenómenos psíquicos y espirituales también lo son en
virtud del principio de unidad del universo. Irreversible significa que, bajo
todos los aspectos: biológico, psíquico, espiritual, eterno, la vida tiene un
sentido, tomando esta palabra en su doble acepción de significación y de
dirección. Irreversible significa que no puede haber en ella regresión.
La
vida en todos los planos es esencialmente finalizada, la vida es una flecha, un
vector: el que existió un día puede existir siempre.
La
vida incorruptible, la vida
indestructible que ignora todo lo que disminuye y todo lo que se debilita. Ya
en esta tierra, existen cosas que no se descomponen, por ejemplo, el oro.
Mientras
los mundos materiales, como el nuestro, cambian constantemente y se disuelven,
ninguna señal de degradación se percibe en los mundos celestes que dominan la
vida como la vida domina la materia.
La
vida sobreabundante,
la vida multiplicada: realización y superación de nuestra vida, la vida de
pleroma y de plenitud: la de las miríadas.
La
vida que conoce, que percibe
la razón en la creación y la razón de toda creación. La vida eterna, es el
conocimiento. Sin embargo, conocer sin amar, no es conocer, lo mismo que amar
sin conocer no es amar.
Sería
un error y una ingenuidad creer que, allá arriba, el hombre podrá comprender
los misterios. El conocimiento será eternamente progresivo: nosotros no
llegaremos nunca al conocimiento perfecto, pero tenderemos a él. Si
alcanzásemos el conocimiento total, seríamos el mismo Dios.
La
vida amorosa, porque el amor es comunión y
comunicación de las conciencias, a través de todos los planos, a través de
todas las edades. El amor es búsqueda y descubrimiento en otro de lo que tiene
de único y de más hermoso. El amor es el que dice el bien, el que hace el bien,
el que ve el bien. El amor es el camino de la vida eterna.
La
vida feliz, porque la esperanza se ha
convertido en certeza, porque la soledad[3] ha desaparecido para todos.
Como
la muerte y el Más allá, la felicidad forma parte de esos temas en los que
siempre se piensa y de los que es inoportuno hablar. Una filosofía de la
angustia y de la nada resulta, por otra parte, más seria que una filosofía de
la felicidad. Los hombres que siempre han besado la mano que los castiga,
despreciarán la segunda para ofrecer a la primera los mismos honores que a los
grandes demoledores de la historia.
Sin
embargo, la fuerza que pone a la humanidad en marcha, el instinto oculto en
todas las razas, en todas las condiciones, el gran denominador común, es la
felicidad. La humanidad es menos grosera de lo que ella se cree. Lo que la
dirige, en fin, de cuentas, no es no el dinero, ni el deseo de desempeñar un
papel, ni siquiera el sexo, no es tanto el deseo de disfrutar como el deseo de
felicidad.
El
deseo de felicidad es sagrado. Es la primera forma que toma la aspiración hacia
Dios. Si la felicidad no fuera de naturaleza trascendente, ¿cómo explicar que,
sin ella, uno se sienta incompleto, indigno? ¿Cómo explicar sobre todo que una
vez satisfecha, no pueda satisfacernos? La felicidad desea siempre un
complemento, un más allá de sí misma. Siente que solo puede realizarse en el
infinito.
Esta
ansia de felicidad a la que nada satisface, a la que nada limita, puede
considerarse como una de las pruebas de que no moriremos. El deseo de felicidad
es la señal de nuestra dignidad. Da menor testimonio de nuestro egoísmo que de
nuestro deseo de perfección, de armonía, de perennidad, de realización. Todas
estas virtudes son atributos divinos.
Querer
la felicidad, es querer ser semejantes a Dios. Se nos ha repetido que El es
bueno, que El es justo y todopoderoso; no se nos ha dicho que El es feliz.
Feliz porque no está limitado y porque, al no estar limitado, no podría odiar.
Feliz porque posee la plenitud de la existencia, plenitud que El quiere
ofrecernos.
Hay
que querer toda la felicidad y enseguida. Una felicidad que no puede comenzar
hoy no comenzará nunca. El que no puede ser feliz en este momento concreto no
lo será ya, pues la felicidad, como el reino de los cielos, es un estado del
corazón.
Se
llega a ser bienaventurado de la misma manera que se llega a ser feliz: lo más
rápidamente posible. Si la vida eterna no comienza desde ahora, puede parecer
un señuelo.
«Somos
ciudadanos de los cielos», escribe san Pablo, empleando una vez más, no el
futuro, sino el presente.
La
vida eterna comienza desde ahora por la alegría. Seamos felices para que seamos
bienaventurados y fecundos. Bebamos el vino de la felicidad terrestre: si él
reanima nuestro corazón sin embriagarlo, beberemos también el vino del Reino.
Desde
el fondo de su Purgatorio, sor María-Gabriela, recordando el Cielo, habla de
felicidad, de torrentes de alegría. Para definirla, encuentra esta fórmula: «El
Cielo es Dios, sobre todo, Dios amado, gustado, saboreado. Es en una palabra la
saciedad de Dios, sin hartarse sin embargo de él.»
Roland:
«Solo en Dios hay total felicidad.»
La
alegría es uno de los nombres de la vida eterna. El Evangelio es una noticia de
felicidad, cuando nos enseña que la creación es buena, que ella no es una
trampa, que Dios es un Padre y no un déspota, que la verdad se ofrece a todos,
y no se reserva a algunos como en la iniciación, que la vida eterna es ofrecida
a los hombres, a todos los hombres.
27.
EL CRISTO PANTOCRATOR
Cristo
es justamente el que tiene y el que da las palabras de la vida eterna, y el que,
siendo el camino y la vida, nos pone en el camino del Árbol de la vida.
Primogénito entre los muertos, es el que nos precede en el Reino y prepara un
lugar para los suyos: ¡adonde yo voy, dice, que ellos estén conmigo!
El
es el que nos dice lo que vio junto a su Padre. Sus parábolas son alegorías de
la vida eterna: el Hijo pródigo, los Talentos, las Vírgenes, el Banquete de
Bodas, el Rico y Lázaro, el grano, todas las parábolas del Reino. En varias
parábolas, se trata de un señor que se aleja y que vuelve a pedir cuentas: la
vuelta del Señor es la hora de nuestra muerte[4].
La
vida misma de Cristo, para el que está atento, es una parábola de la vida
eterna. El es el que dijo: «Mi reino no es de este mundo», lo que significa
claramente que su reino es del otro mundo. La segunda parte de las
Bienaventuranzas, la que comienza por la pequeña palabra porque se sitúa
en la vida futura. «Dichosos los que tienen puro el corazón, porque ellos verán
a Dios». Tendrán
acceso a las esferas más altas.
La
Transfiguración es la prefiguración del siglo futuro, término neo-testamentario
que se refiere al otro mundo. La salvación, la redención que El nos obtiene es
el acceso a la vida eterna.
El
bautismo es un sacramento de vida eterna. Baptizein significa sumergir:
en la Iglesia primitiva, el neófito era totalmente sumergido, sepultado. Cuando
salía de las aguas, era semejante al Resucitado.
La
Cena, acto de comer el pan de vida y de beber el vino de vida, es una
afirmación de la inmortalidad con el mismo título que la muerte de Cristo, esa
muerte sobre la que los textos sagrados se apoyan con tanta precisión, con
tanto realismo, para que no pueda nadie pretender que José de Arimatea y Juan
habían desclavado y descolgado a un Jesús desvanecido, en síncope. Era
necesario que fuera puesta de relieve, que fue indudable la Resurrección. La
Ascensión, su última epifanía terrestre, es la más rápida de las elevaciones de
gloria en gloria.
A
través de los mensajes, Cristo aparece tal como nos lo presenta el Apocalipsis:
bajo los rasgos del Señor de majestad, bajo la forma Pantocrátor. A Él le decimos:
¿A quién iremos? ¿A quién otro iríamos, en efecto, sino a quien tiene las
llaves de la Muerte y de la Vida? Los nombres de Cristo son los nombres de la
vida eterna:
—
El es la luz, él es la puerta que abre hacia la luz; luz a la vez visible y
espiritual, natural y sobre natural.
—
El es la cepa que lleva la viña, que da el vino, símbolo de fuerza y de sabor.
El es la viña, El es el vino. El es también el vendimiador. El es el trigo, El
es el pan, El es también el segador, El es el agua viva, El es también el que
da, gratuitamente, agua viva.
—
El es el Astro de la Mañana y ofrece el Astro de la Mañana, mensajero del día
que no conocerá el ocaso.
—
El es el Vencedor, el caballero Logos que da la victoria.
Christophe
alude a esos ejércitos blancos de que se habla en el Apocalipsis: «Cristo
significa para mí mucho más de lo que yo creía. Me he dado cuenta de que estaba
alistado en el gran ejército de Sus discípulos, todos en El y trabajando bajo
Sus órdenes. Tengo la intención de ser un miembro de Su cuerpo. El es nuestra
Cabeza, nuestra Corona y nuestra Vida. El es la fuerza con la que luchamos.
Cristo es nuestra vida misma. No tenía de esto ninguna idea antes de morir, por
eso me ha llevado un poco de tiempo el asimilarlo. Pero ahora, he prestado
juramento de fidelidad, y estou comprometido con el ejército de luz. Soy feliz
de que comprendáis tan bien las palabras que utilizo, y que expresan tan mal la
llamada a la que he respondido.
Mi
madre querida, ahora soy adulto y he elegido mi carrera: servir en el ejército
de luz que es Su Cuerpo.»
Tengo
la intención… he respondido a una llamada… he elegido mi carrera: estas
expresiones traducen bien lo que ya sabemos: en el otro lado hay que hacer
también una elección, hay que aprender y comprender todavía.
A.B.
a Mary Bruce Wallace: «Muchos de entre nosotros bajan a la tierra para realizar
más plenamente nuestras metas, porque tenemos que rasgar el velo comunicando
los unos con los otros, estando rodeado cada uno por su propio grupo de
discípulos. El resultado será un desarrollo muy rápido de la raza humana, en un
salto hacia delante desde la oscuridad hacia la luz, puesto que estamos a las
órdenes del Señor Cristo.»
Cristo
desciende a las almas por medio de los desaparecidos, esos que Pierre llama los
recién nacidos del mundo espiritual. Aunque no se produzcan fenómenos
excepcionales, los espíritus terrestres sienten el contacto de los espíritus
que han dejado la carne. Porque Cristo se acordó de las lágrimas de su madre es
por lo que permitió a jóvenes desaparecidos volver a los hogares de los que
habían sido sacados. «Esta es la razón de que, cada vez más, mensajeros todavía
torpes, pero inspirados por Dios, guiados por su Salvador, instruidos por
espíritus de luz, llenan con su ternura recuperada los lugares que la tormenta
había dejado vacíos. Hay entre vosotros quienes comienzan a comprenderlo, a
sentir nuestra presencia, a oír nuestras voces, a vernos incluso a veces.»
Los
Mensajeros nos hablan mucho menos del Cristo humillado y agonizante que del
Cristo glorioso y resucitado: al que ellos ven o verán; ellos nos invitan a
contemplarlo desde ahora en espíritu.
Roland:
«Que todos los que quieren encontrar a sus muertos pongan toda su fe en la idea
de la resurrección. La certeza debe incrementarse oración tras oración,
comunión tras comunión; así despertáis a la inmortalidad y sobrevivís. Vosotros
que habéis sido habitados por el cielo, antes de entrar en él, permaneced en la
contemplación de Cristo resucitado.»
Bertha:
«No miréis atrás, sino arriba y adelante, llenos de ánimo. Construid con
vuestro pensamiento y vuestra imaginación lo que debe ser. Tomad las
fuerzas de vida a vuestra disposición y reconstruid, piedra a piedra, el Templo
Universal, que tendrá una sola cimentación, el Cristo Universal.»
Cristo
Universal: Señor del Espacio. Cristo eterno: Señor del Tiempo. Cristo es el
hombre que nosotros debemos ser, que seremos más tarde, mucho más tarde.
Pierre:
«Cristo es nuestro precursor, nuestra primicia.»
El
ha hecho lo que nosotros haremos, y El es lo que nosotros seremos… si optamos
por El. El es alfa y omega, cimiento y clave de bóveda del edificio espiritual.
Nadie podría colocar otra base distinta de Él.
Un
mensajero anónimo, citado por Denis Saurat, dice: «La oración, toda verdadera
oración, llega al centro, a Dios, a Cristo. Entonces nosotros podemos ayudar,
tenemos la autorización de Cristo… Toda oración llega a Cristo, toda ayuda
viene de Cristo. Rezad directamente a Cristo y nosotros os ayudaremos. Estamos
siempre dispuestos, con su permiso.» Este con su permiso se une al
permiso divino de Paquí.
Y
concluye magníficamente:
«Cristo
es el centro del Espacio lo mismo que del Tiempo.»
Ahora,
en los cielos, todas sus palabras son realizadas y actualizadas, en el doble
sentido de traducidas a actos y a lo actual. Los que confiaron en El, tanto en
la tierra, como en el Hades, se han hecho semejantes, pero no idénticos a Él.
Porque
El es espíritu, ellos son espíritus.
Porque
El es luz, ellos se han convertido en cuerpos de luz.
Porque
El es amor, ellos son resplandor de amor.
Porque
Él es el Hijo, ellos son también los hijos de Dios.
Porque
Él es el rey de los ángeles, ellos han llegado a ser como los ángeles.
Porque
El vuelve espiritualmente a la Tierra, ellos pueden a veces, volver también
espiritualmente a ella.
Porque
El está vivo, ellos viven para siempre.
[1] . Asíntota: no coincidente; recta tangente a una
curva en el infinito (NdT).
[2] . Fuera del tiempo de los relojes y del espacio métrico.
[3] . Pierre: «La soledad es una prueba desconocida en nuestras
esferas. Sin embargo, una cualidad de soledad, la que es un descanso, nos
permite como a vosotros la comunión con nuestro Padre de los Cielos.»
[4] . Lo que no quiere decir que cada uno vea al Señor a la
hora de su muerte.
JEAN PRIEUR – “ESE MÁS ALLÁ QUE NOS ESPERA” (21)
¡No! No es nada fácil respetar el ritmo místico de esta
primera parte del capítulo 28 de Jean Prieur. Temo profanar esta maravillosa experiencia
que aquí cuenta, describiendo “ideas” y olvidando los sentimientos en
este relato. Al leerlo, es como si levantara un velo y fuera sonando una
sinfonía de notas y colores. Se acerca uno con respeto: ¡Es el Espíritu!
El Espíritu –dice nuestro amigo Jean– habla cuando, donde, como y a
quien quiere. A él le habló el 15 de agosto de 1957. Cuenta su crisis,
con pelos y señales. Con valentía. Es como un desgarrón que nos descubre
su alma. En un momento dado, se encuentra vacío. Tiene fe, pero «fe
en un Dios indigno de Dios». Y la Vida eterna a que le ha llevado su
Iglesia es vaga, vaporosa. ¡No le dice nada!…
¡Y grita interiormente! «Es más un ultimátum que una plegaria»
… Y descubre los mensajes crísticos. Y escucha una voz interior,
la voz interior de los místicos que todos podemos oír si estamos atentos: «No
hay otro Dios distinto de Dios». Y termina: «Me sentía inundado por esta
afirmación… Ésta era la verdad única, devoradora, evidente, resplandeciente
como el sol de agosto»…
¡Buen día!
VII– LA
CASA DEL PADRE (continuación)
28. UNO, ÚNICO, UNIVERSAL O EL
CAMINO DE CORINTO (1ª parte)
I
EL
15 DE AGOSTO DE 1957
El
Espíritu, como es sabido, sopla donde quiere: al aire libre, o en un edificio
sagrado; por una vía por donde se camina a paso rítmico, o en una biblioteca
abarrotada de libros donde uno escribe.
Puede
soplar bajo un cielo gris y aborregado, en la tierra empapada de lluvia, entre
los álamos y los sauces de Normandía.
Puede
soplar bajo el cielo de cristal azul, en la tierra seca y mineral, entre los
laureles-rosa, los olivos y las viñas de Grecia.
El
Espíritu sopla cuando quiere: en el umbral de una mañana optimista, en medio
del bullicio del día, en la mayor de las preocupaciones de la tarde que cae.
Sopla
tanto en la lucidez cartesiana del estado de vigilia que en entre los fantasmas
del sueño. Tanto en la agitación de vacaciones de mediados de agosto como en el
recogimiento de los tres primeros días de noviembre. Tanto en el grisáceo
pragmático de un siglo de hierro como en la gloria de un siglo de oro.
El
Espíritu sopla como quiere, elige entre el trueno y el murmullo, entre la
trompeta y el soplo del alba, entre la manifestación clamorosa y la
manifestación discreta, entre la voz exterior y la voz interior.
El
Espíritu dice lo que quiere; a veces aporta una verdad nueva, otras una verdad
conocida, pero olvidada; a veces un monólogo bastante amplio, otra trasmite una
información breve.
El
Espíritu se dirige a quien quiere. Habla tanto a un laico como a una persona
consagrada, lo mismo a un periodista que a un hombre de ciencia, tanto a un
desconocido como a un personaje célebre, lo mismo al que duda que al que cree.
Ahora
bien, el Espíritu, una hermosa mañana, elige un camino de Grecia; elige el 15
de agosto de 1947; elige la información breve. Habló por la voz interior, voz
muy clara, muy tranquila y perfectamente articulada. Habló a un desconocido que
dudaba, que se rebelaba, que sufría por la ausencia de Dios en el mundo y en su
vida.
Ocurrió
que aquel desconocido en el camino de Corinto, era yo.
Es
difícil explicar un fenómeno así; fenómeno entendido en el sentido original de lo
que aparece en la luz. Teme uno hacer exhibicionismo espiritual y
traicionar la gracia que se le ha concedido. Si hoy me decido, es porque creo
que esta narración puede ayudar a los que están en búsqueda.
La
experiencia espontánea, de la que me siento autorizado a hablar por fin, no
surgió en la profundidad de una noche tranquila, con el cuerpo físico tendido,
los ojos físicos cerrados y el mental racional doblegado, sino en pleno día,
durante una marcha, con los ojos abiertos de par en par, en plena lucidez.
No
tuvo lugar en una habitación, sino en una carretera, concretamente en la
carretera que une Patras con Corinto, bordeando el golfo del mismo nombre.
No
pudo tener lugar en el momento en que yo lo habría esperado, en la melancolía,
el medio tono y la meditación de noviembre, sino en el resplandor de una mañana
de agosto, la mañana del 15 de agosto de 1957.
Caminaba
a buen paso en dirección a Sicyone y Corinto. En aquella época, en Grecia,
había bastante poca circulación y podía uno darse el lujo de caminar por una
carretera por el único placer de caminar.
El
resplandor del sol helénico no era ni cegador, ni agobiante. A mi izquierda, el
golfo y sus pinos marinos retorcidos en todas las actitudes, como un ballet mal
organizado que un orden brutal hubiera paralizado bruscamente. A mi derecha,
olivos, adelfas, cipreses en forma de signos de exclamación, y de casas
aisladas de las que escapaba a veces un simpático: «¡Kali mera!». Por todas
partes, cigarras: perpetuas cotillas.
Corinto:
solo este nombre me fascinaba. De momento, solo me traía recuerdos clásicos:
Corinto Amfitalasios, la ciudad de los dos mares, la ciudad de los dos puertos,
uno abierto hacia Asia y el otro hacia Europa; la capital de Afrodita, que
poseía en la cima del Acrocorinto, un templo inmenso en el que más de mil
cortesanos ofrecían sus servicios, los más caros del mundo antiguo. Todos los
dioses tenían allí su santuario o al menos su estatua: Zeus, Poseidón, Hermes,
Demetrio, Artemisa, Eros, pero también Esculapio, la Fuerza, la Necesidad, las
Parcas, el caballo Pegaso, e incluso Perséfone, la diosa de los Infiernos. Todo
este hermoso mundo cohabitaba en medio de un lujo insensato, como las divas en
el Holywood de los años locos.
Un canasto sobre una tumba
Pero
Corinto, era sobre todo el recuerdo de una muchacha joven de hace veintiséis
siglos, encontrada por azar en una versión latina. Había muerto la víspera de
su boda. La mujer que la había educado depositó sobre su tumba un canasto, en
el que había reunido sus chucherías favoritas, para que se sirviera de ellas en
el otro mundo. Tradición que se remonta al hombre del Neandertal, que ya
enterraba a sus muertos con sus objetos personales.
Con
el fin de proteger este canasto frente a las inclemencias, el ama de cría la
cubrió con un tul plateado. En la primavera siguiente, un raigón de acanto, que
se encontraba allí, echó tallos y hojas que abrazaron y decoraron este exvoto
de cariño. Las extremidades de las hojas de acanto al chocar con los bordes del
tul de plata se vieron obligadas a encorvarse en forma de espirales.
El
arquitecto y escultor Calimaco, al pasar por delante de esta tumba se quedó
maravillado por la originalidad y la belleza del motivo: había nacido el
capitel corintio.
Los
misterios bien guardados
Entre
Megara y Atenas, se encuentra Lefsina, situada en una carretera de mucho
tráfico. Muy industrializada, muy de la periferia, Lefsina no permite recordar
en modo alguno a la antigua Eleusis. Y uno puede preguntarse: ¿el alma de una
ciudad o de una nación sobrevive siempre en el suelo en que habita? En el caso
de Eleusis, uno se siente movido a responder: no. Eleusis-Lefsina, demasiado
cercana de una capital que la devora, Eleusis es solo una nostalgia. Ya no es
sino una ciudad mental que, mal que bien, hay que reconstruir, inventar, porque
los misterios que ella celebraba han sido bien guardados.
En
Eleusis, estaban el culto de Demetrio, misterios del pan, y el culto de
Dionisio, misterios del vino.
Eleusis
era la religión órfica que ponía el acento en la pureza de la vida, el
conocimiento, la inmortalidad. Orfeo que se decía que introdujo en Grecia las
artes del ritmo: poesía y música, personificaba la armonía universal. Al igual
que Pitágoras podía resumir su enseñanza en tres palabras: Todo es número, Orfeo
habría podido condensar la suya en este aforismo: Todo es vibración; lo
que es exactamente la misma cosa.
El
viejo Homero presentaba sobre la vida futura la misma visión siniestra que la
primera parte del Antiguo Testamento. Según él, los muertos llevaban bajo
tierra una vida de larvas y pasaban su tiempo echando de menos la luz del día;
Aquiles dice que le gustaría más ser un pastor miserable que un rey de los
lugares inferiores y el Eclesiastés afirma que un perro vive mejor que un león
muerto.
Los
misterios de Eleusis enseñaban todo lo contrario: el alma, liberada de la
muerte, no descendía a las profundidades del planeta, sino que se elevaba en un
vuelo feliz hacia el éter libre. Las doctrinas de Eleusis debían que ser útiles
no solo para este mundo, sino sobre todo para el otro. Uno se iniciaba para
adquirir aquí abajo el conocimiento y, en el más allá, la felicidad.
Sin
embargo, estas certezas de inmortalidad quedaban reservadas solo a los
iniciados, los demás no se preocupaban. ¡Fuera los profanos! Los misterios
habían confiscado la verdad: habían cedido a esta tentación que reaparece
constantemente: interceptar la luz divina.
El
gran mérito del Cristianismo fue justamente entregar estas verdades a todo el
mundo, difundirlas a todos los vientos. Cristo pone fin al esoterismo de los
misterios cuando dice a sus discípulos, en el momento en que los envía en
misión: «Nada hay oculto que no deba ser descubierto, ni nada secreto que no
deba ser conocido. ¡Lo que os digo en la oscuridad, proclamadlo a pleno día!
¡Lo que escucháis al oído, predicadlo sobre los tejados!»
Esta
realidad de la vida futura, existía antes; él la actualidad. Las nociones que
se podían tener sobre ella eran confusas; él las abre a la luz. Estos
conocimientos estaban reservados a una élite; él los ofrece a todos.
«Pone
en evidencia la vida y la inmortalidad.»
¡De
acuerdo! ¡Existe! ¡Habla! ¿Te manifiestas?
De
todos modos, en este mes de agosto de 1957, estaban lejos los recuerdos del
Nuevo Testamento. Yo estaba de vacaciones; esta permanencia en Grecia era la
realización de un deseo casi de la misma edad que yo; yo era joven todavía, y
el futuro dirá si estaba a mitad del camino de la vida. A falta de amor, tenía
aventuras. Por una vez, en cuatro años, ni duelo, ni pena. Mi cielo personal
era, provisionalmente, tan claro como aquel cielo de la Asunción, mi existencia
era tan apacible como, en aquel día, el golfo de Corinto.
Por
una vez, había logrado reunir todos los elementos de felicidad y, a pesar de
esto, no era feliz. Había en mí algo muerto. Algunas doctrinas cristianas y,
todavía más, algunos cristianos, me habían precipitado en la duda y la rebelión
y, sin ningún motivo, le hacía a Dios responsable de su fracaso. Yo no había
perdido realmente la fe, pero una fe en un Dios indigno de Dios. Había
intentado seguir sus cuatro mandamientos: amad lo que os repugna, haced lo que
es contrario a vosotros, creed en lo que no pensáis, considerad sospechoso todo
lo que viene de la mística, del simbolismo, de la estética, del esoterismo y
del milagro. Había intentado creer en ese Dios enemigo de lo que él había
creado, que ordena matar las pasiones, la inteligencia, la voluntad, el sexo.
Me había contradicho y vejado sin resultado. Pero, sobre todo, no era feliz
porque, más allá de mí, no había nada. La vida futura se me presentaba como una
cosa tanto más vaga cuanto que la Iglesia a la que pertenecía no decía de ella
una palabra.
Si
la existencia no tiene otra meta que nosotros mismos, deja de tener sabor y
sentido. Aún no había descubierto los mensajes venidos de las esferas crísticas
y vivía como los que ya no tienen esperanza. Sin embargo, quería por encima de
todo salir de aquello. Me sentía como un hombre medio ahogado que lanza un puñetazo
sobre un cristal para que entre el aire de fuera.
Hice
lo que no había hecho desde hacía mucho tiempo: invoqué a Dios. No le pedí nada
para mí, puesto que estaba satisfecho. Le grité simplemente: «¡Vale, vale,
existes! ¡pero que se vea que existes!» Era más un ultimátum que una
plegaria.
Después
de cierto duelo, después de cierta noche de noviembre, después de una muerte
que yo había juzgado injusta, absurda y escandalosa, porque sucedía a una vida
martirizada por la enfermedad y la decepción, yo ya no podía ni quería rezar.
Había en mí un bloqueo de ira.
Gritaba
pues: «¡Habla, habla, manifiéstate!»
La
respuesta vino enseguida; algo, alguien a su vez susurraba en mí: «No hay otro
Dios distinto de Dios.»
A
aquel imperativo lanzado sin amor, el mismo Amor se había dignado responder.
Era
una voz interior, la voz interior, la voiceless voice de los místicos
anglosajones. Se escucha una cosa y sin embargo no resuena en los oídos. Esto
no viene del cerebro sino de la región del plexus.
Solo
muy raras veces en mi vida he recordado este fenómeno. Cada vez me sentí lleno
de paz.
«No
hay otro Dios distinto de Dios.» Me sentía inundado por esta afirmación. No
había manera de pensar, de creer, de decir otra cosa. Esta verdad era única,
devoradora, evidente, resplandeciente como este sol de agosto.
La
alegría, señal de verdad, me llenaba. Desde entonces todo resultaría claro. La
verdadera solución de un problema siempre es sencilla. La existencia volvía a
ser agradable y deseable. Tenía confianza en ella. Ninguna otra cosa tenía
importancia, no siquiera yo.
Carisma
gratuito, inesperado, inmerecido. Fantástica felicidad, extraordinario
bienestar, indescriptible ser-más… invasión de amor, a condición de poner en
este término el conjunto de los valores positivos: agradecimiento, apego,
admiración, confianza, certeza de que la vida es buena, de que su autor es
bueno, deseo de prolongar la exaltación de este fragmento de duración hasta la
vida eterna.
Todo
esto era completamente objetivo; sin embargo, nada físico, nada material, nada
espectacular. Todo había sucedido simultáneamente en los tres planos:
intelectual, espiritual y afectivo. De golpe, todo en mí había sido colmado: el
mental, el espíritu y el corazón. Y todo había sido recibido, no en un estado
anormal, sino en un estado de superlucidez.
¿Cómo
calificar esos instantes puros que se desearía grabar en el presente eterno?
¿Con qué palabras designar esos instantes imborrables, excepcionales:
fogonazos, meteoros, diamantes? Sí, diamantes, porque esos instantes son rarísimos:
en una vida se cuentan con los dedos de una mano; porque son tan preciosos que
uno daría todo para poder revivirlos; porque nunca sufrirán la corrupción del
olvido. Diamantes, porque el diamante es cortante y duro como lo real, porque
el diamante es manifiesto, manifiesto que significa lo que se puede tocar y
coger con la mano; porque el diamante irradia esa forma de luz que es a la vez
una y múltiple, blanca y multicolor.
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